El campeón de ajedrez

El campeón de ajedrez

-Miguel, si me tomas la dama, y me da vergüenza confesarlo, es un cebo que no he podido evitar la tentación de ponerte, en 10 jugadas te daré jaque mate.
Conocí a este hombre en un bar del Barrio Gótico, donde a los indigentes todavía se nos trataba como a seres humanos. Por allí me dejaba caer alguna tarde para retrasar el momento de irme a pasar la noche en la soledad de los bosques de Les Planes, cerca de Barcelona.

En sus buenos tiempos, este hombre se había colocado a la altura de los más expertos maestros consagrados del arte del ajedrez. Viajaba de ciudad en ciudad compitiendo en los torneos más importantes del mundo y había ganado muchísimo dinero.

A mí, que nunca he pasado de ser sólo un jugador aficionado de tercer orden, me fascinaba contemplar jugar a este hombre. Tanto la precisión como la rapidez de cálculo tenía algo de desconcertante; daba la impresión de leer los movimientos en un libro impreso.

Un anochecer, después de un movimiento mío, él, que cada vez que llegaba su turno echaba solo una mirada fugaz sobre el tablero y movía rápidamente la pieza elegida, vi sorprendido que reflexionaba largo tiempo con los ojos inmóviles clavados en el tablero, de manera que apenas se podían distinguir sus pupilas bajo los pesados párpados. Con la mirada fija y ausente en el vacío, murmuraba sin cesar palabras incomprensibles, mientras gruesos lagrimones brotaban de sus ojos.

Yo estaba completamente perplejo. Su cabeza se inclinaba más y más y quedo con la vista inmóvil.

-Nunca lo entenderé…., nunca lo entenderé…., repetía una y otra vez monótonamente.

Se le veía enfermo, necesitaba compartir su desesperación, y empezó a verter a un tiempo, palabras y lágrimas ardientes.

Yo le escuchaba azorado.

Sacó dos o tres veces del bolsillo un enorme pañuelo, bastante pringoso, dándose media vuelta para simular que se sonaba la nariz, pero en realidad, enjugar nerviosamente las lágrimas que corrían por sus mejillas.

Vi que le faltaban fuerzas para desahogarse, pero, así y todo le animé a que podía confiar en mí comunicándome algún secreto o alguna intimidad, para serenar su ánimo.

Con las luces rojas de la demencia en la mirada, empezó a relatarme la tragedia de su vida.

-Como ya te he dicho alguna vez, yo viajaba mucho. Cansado ya de pernoctar en hoteles, una noche tomé el último vuelo y decidí regresar a mi casa.

Llegué pasada la media noche y entré anhelante para abrazar a mi esposa, deseoso de darle una sorpresa agradable. Atravesé la casa hasta llegar a nuestra alcoba. El lecho blanco estaba preparado para dormir, pero ella no estaba allí.

Recorrí toda la casa sin hallarla ¿Dónde podía estar? Los sirvientes dormían.

Vivía con nosotros mi hermano pequeño, casi un adolescente que hacía unos meses le había hecho venir del pueblo y le había colocado en uno de los mejores colegios de la capital.

Me dirigí al piso superior donde se hallaba la habitación de mi hermano para preguntarle si el estaba al corriente de si mi esposa habría tenido que ausentarse urgentemente por algún imprevisto que hubiese surgido.

Vi que una luz pálida se filtraba por la cerradura y los intersticios de la puerta.

Penetré en el aposento. La sorpresa, la cólera, el espanto ahogaron la voz de mi garganta.

Aterrorizado, mi hermano se replegó hacía la pared, ocultando su rostro en las almohadas. Mi esposa arrojó las piernas fuera de la cama y sentada en el borde, desnuda y altiva me miró.

“¡miserables!” rugí.

Mi hermano no alzó siquiera la cabeza esperando resignado los golpes de mi ira.

“¡miserables!” volvía a gritar avanzando en actitud amenazante sobre mi hermano.

“No” dijo mi mujer poniéndose en pie. “El no es culpable; soy yo. ¿No ves que he venido a buscarle? Castígame a mi”

Entonces mi cólera no tuvo límites.

La abofetee con furia. Ella con la rabia del despecho dejó escapar todo el veneno por los labios.

“Te odio” me dijo. “Te odio y te desprecio; ¿crees que es el primero?” Y una carcajada asesina salió de sus labios temblorosos de cólera.

Retrocedí mudo y anonadado y llevándome las manos a la cabeza pensé si aquello era una pesadilla.

Los expulsé de casa y cerré la puerta.

Todos los recuerdos de mi felicidad pasada murieron en esa hora. Cuando cerré la puerta, me sentí como si me hubiese quedado ciego de repente. Como si me faltase el aire para respirar. Como si me hubiesen arrancado el corazón para siempre.

Ya en la calle al despedirnos, sin embargo, le abandonó la dignidad trabajosamente conservada, venciéndole la emoción, y de repente empezó a sollozar. Sus manos temblaban cunado tomó mi mano y me dijo: “Miguel, gracias por escucharme. Sé que repetiré el drama de mi vida mil veces antes de morirme.”

Y se perdió en la noche.

Y entonces sentí que entorno a mi alma y a mi propio cuerpo se había creado la nada absoluta.

Porque al igual que a este hombre, mis heridas, frescas todavía, siempre me mortificarán y nunca permanecerán mudas.

~ por miquelfuster en junio 16, 2016.

3 respuestas to “El campeón de ajedrez”

  1. Un relato que te atrapa desde el principio, triste y tan común..la forma de contarlo de Miguel es espectacular, su gran humanidad está latente en cada frase. Gracias por compartir en tu blog vivencias tan íntimas y emocionantes.

  2. Realmente hay historias que son perturbadoras. La realidad supera la ficción.
    Salut

  3. Precioso. Gracias por compartir tus cositas

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