(Carta abierta a Miquel Fuster, mi amigo)
El 30 de marzo de 2022 nos dejó Miquel Fuster, autor de este blog. Tenía 78 años y dedicó los últimos años de su vida a explicar que vivir en la calle no es algo normal. Él lo sabía porque había vivido 15 años a la intemperie y quiso contarlo de la mejor manera que sabía: dibujando. Desde la fundación Arrels, le hemos acompañado en esta aventura, ayudando a Miquel a publicar sus ilustraciones y textos y gestionando las cuestiones técnicas. Ahora, queremos despedirnos de Miquel y acabar este blog compartiendo un texto que ha escrito nuestro compañero Juan Lemus, que ha sido su compañero de blog en la sombra desde el inicio.

Miguelito,
Antes que nada, te debo una disculpa, por acudir con tanto retraso a ésta, nuestra última cita.
Tú que, como todo buen “gentleman”, ponderabas ante todo las buenas maneras (sin zalamerías), sabrás perdonar la única, la última vez que llego tarde contigo.
Durante quince años (la misma cantidad de tiempo que viviste en el infierno) estuvimos juntos haciendo trabajo de sensibilización, dando charlas en escuelas, universidades, congresos. Nos citamos muchas veces en diferentes momentos, lugares y por diferentes motivos y siempre llegábamos ambos antes de la hora.
Qué asco -decías impostando la voz y disimulando la sonrisa- somos asquerosamente puntuales.
Lo siento Miguelito. Las palabras me abandonaron.
Me quedé sin palabras cuando te encontré en tu cama, como dormido, haciendo tu religiosa siesta. Te encontré acostado sobre tu costado izquierdo, el brazo derecho extendido, tu mano huesuda y pálida apoyada en el colchón, como formando una cúpula protectora sobre un pequeño pájaro herido.
¡Va, Bandarra!, levántate e insúltanos por haber invadido tu mansión, como te gustaba llamarle a tu pisito de cuarenta metros, lleno de papeles, libros, películas que ocupaban la mitad del espacio, amontonados en un orden secreto, que sólo tu entendías.
Me aplastó tu silencio. No escuchar la cascada de palabras tan tuya, que iba trenzando una idea tras otra, frases subordinadas dentro de las subordinadas y que quien sabe cómo (a veces) terminabas recuperando el hilo y redondeando la exposición de las ideas. O no. Pero daba igual. Escucharte era como saltar de una autopista a un camino empedrado y luego a una brecha terrosa. Lo interesante era el camino.
Te gustaba hablar de todo. Te levantabas temprano antes de que abriera el kiosco para ir a recoger puntual el diario. Y leías hasta las necrológicas: Hay que amortizar el euro, decías.
Hablabas del cambio climático, de las maravillas del ungüento “la serp”, de las infusiones de menta, de geopolítica y de los macarrones de la boquería. De “El séptimo sello” de Bergman, de los acúfenos y de economía; de alguna novela negra que te gustó y de las artes amatorias, de las que hablabas con suficiencia.
Tu silencio será estruendoso.
No solo para mí, sino a toda esa gente que a lo largo de tu incansable trabajo de sensibilización fuiste conociendo y por contagio, yo también.
Todo y que disfrutabas la soledad (aprendiste a golpes, a amarla), también te gustaba la gente. Estabas siempre dispuesto a ayudar a los estudiantes que se acercaban o te escribían interesados en el problema del sinhogarismo. La gente que se acercó a ti proponiéndote proyectos artísticos, encargos para portadas de revistas, informes, tesinas.
Les dedicabas tiempo. De ese mismo que nunca tenías para pintar todos los cuadros que te rondaban la cabeza.
Entre ellos uno en concreto que te obstinaste en hacer. Un retrato mío ambientado en una cantina mexicana. Me pediste que buscara fotos en internet y te explicara el ambiente. Las cervezas acompañadas con un caballito de tequila, el pianista ciego tocando boleros, los parroquianos humildes codeándose con políticos y periodistas. Me hiciste poner una camisa, y me hiciste fotos acodado en un mueble, simulando una barra de bar y luego me pasaste la cámara para que te fotografiara a ti (no, no…con la mía, deja ese bicho, ordenabas cuándo levantaba yo mi réflex). Querías pintarte a ti mismo en el fondo, con tu chaleco de piel y una mirada mafiosa. Todo un bandolero. Y te reías. Te encantaba disfrazarte.
Muchas veces que vine a tu casa me recibiste con los más inopinados disfraces. Desde un Santa Claus con gafas de traficante o una castañera en minifalda.
Yo me he reído mucho contigo. Todo y que en lo que era relativo a tu experiencia en la calle, no admitías ninguna broma. Lo tenías claro. Eras inflexible. Ese es un tema muy serio.
Con eso no se juega.
Lo demostraste con la contundencia de tu obra. Terrible y dura. Reflexionada.
Admiro la valentía con que encaraste el proyecto de este blog primero y la novela gráfica después.
No invites a quien ha sobrevivido a un naufragio a dar una vuelta en barco, decías.
Pero, aun así, lo hiciste, siendo consciente de que, si no compartías tu experiencia, entonces si que esos 15 años de sufrimiento y supervivencia hubieran sido del todo inútiles, desperdiciados.
Al principio te costó, y siendo consciente de las dificultades y limitaciones de explicar esta historia para que otra persona la escribiera, decidiste hacerlo tú mismo, en primera persona, autobiográfico y autorreferencial, esforzándote en elegir bien la palabra precisa, antes de ponerla en el papel.
Como escribió Julio Ramon Ribeyro en “Prosas apátridas”:
Muchas cosas las conocemos o las comprendemos solo cuando las escribimos. Porque escribir es escrutar en nosotros mismos y en el mundo con un instrumento mucho más riguroso que el pensamiento invisible: El pensamiento gráfico, visual, reversible, implacable de los signos alfabéticos.
Te enfrentaste a tu experiencia y en el camino aprendiste a reconocer y reconocerte en lo burro que fuiste (palabras tuyas) y a la vez, aceptar la inteligencia que percibíamos en ti tus asistentas y yo.
Nunca quisiste aprender a usar un ordenador. La maquinita diabólica, como los llamabas.
Preferías escribir a mano, con lápiz.
La mano, la que acaricia y golpea. La que crea y rasga.
Te gustaba pintar con los dedos, darle vida, textura al óleo.
Añadir golpes de luz con los dedos.
Dar vida acariciando la tela.
Con esa mano tuya.
La mano que saluda y la que dice adiós.
Sabias muy bien que señalar es un asunto truculento: cuando un dedo apunta hay al menos otros tres apuntando a quien señala.
Eras justo y cabezota, generoso y obstinado, alegre y refunfuñón.
Tu impresionante memoria que se salvó milagrosamente de los efectos desastrosos del alcohol, a veces te hacía recitar párrafos completos del Rey Lear de Shakespeare que aprendiste de adolescente, cuando quisiste ser actor.
En la ceremonia de tu despedida, te recordamos y leímos tus palabras, algunas premonitorias, como en Pálida vida ausente o el más palmario: La vida sus amenazas cumple.
Te trajeron flores. Te trajeron fotos antiguas: Tu trabajando en tu estudio de la calle olzinelles, rodeado de gente mientras dibujabas. El rey del cotarro.
Pocos días después de tu funeral, me reuní con algunos de ellos, con tus amigos de la plaza de Málaga, para recordarte. Me reí mucho con las historias que yo ya conocía, contadas desde otra perspectiva, redondeando la historia, contradiciéndola a veces. Tus amigos me hicieron sentirte cerca de nuevo, por un momento, como si fueras uno más sentado a nuestro lado, en la terraza del Bar inglés.
Cada amigo -decía Ribeyro- es dueño de una gaveta escondida de nuestro ser, de la cual sólo él tiene la llave e ido el amigo la gaveta queda para siempre cerrada. Alejarse de los amigos es así clausurar parte de nuestro ser.
Miguelito, guardo en mí en forma de imágenes, cientos, miles de fragmentos de luz.
De tu Luz.
La última vez que hablé contigo fue por teléfono, en una de esas llamadas que de media no bajaban de los 15 minutos y que siempre terminaban retrasando el momento de colgar, estirando las palabras, multiplicando la despedida, reformulándola y llenándola de buenos deseos con sonrisa de fondo:
Que vaya bien, guapetón.
Adéu rey.
Adéu, adéu, adéu.